«Han pasado cuatro años desde que la ola de protestas del 2011 agitara Europa y activara la imaginación de gran parte de la ciudadanía. Lejos de cesar, los temblores se extienden más allá de los países del sur. Desde los barrios periféricos de Estambul hasta las urbanizaciones de Londres, pasando por los antiguos distritos industriales de Varsovia, mucha gente se está organizando para luchar por sus comunidades locales, para defender los bienes comunes y para combatir las inercias de gobiernos cada vez más lejanos.
Al sentir el temblor bajo sus pies, el poder establecido se atrinchera para escupir desde sus torres de control mensajes, imágenes y discursos que reproduzcan una sola pero contundente idea: que la Historia no se puede cambiar, que la hegemonía es inalterable. Sin embargo, y pese a la cómplice narrativa que los medios de comunicación tratan de perpetuar, el rumor avanza y se contagia, como un cosquilleo lento y progresivo que lejos de atenazar los músculos, los activa. Así es como esa posibilidad del 99% empieza a tomar cuerpo, a organizarse, a dejar las plazas para mirar a la ciudad entera y preguntarse : ¿Cómo vamos a cuidar de estos espacios públicos que han sido abandonados por estas mismas instituciones tan preocupadas por preservar su poder?, ¿Cómo vamos a ser capaces de hacer de nuestras ciudades y pueblos lugares para el buen vivir? Y así, entre pregunta y pregunta, la sociedad civil sigue caminando. Temblando.
Este conflicto entre hegemonía cultural y autonomía está en el corazón de la historia europea. De todas las Historias. Nos enseñaron que nuestros deseos solo podían ser personales y nuestras aspiraciones individuales, hasta llegaron a hacernos creer que la belleza, la virtud y la fortuna eran propiedades de lo excepcional y no de lo común. Como si nuestro único refugio posible fuera la construcción de una identidad privada, individual y diferenciada, esculpida a base de actualizaciones de software y trending topics. En torno a estos valores dominantes se han construido verdaderas fronteras, vallas que no sólo nos separan de «Los Otros», sino que también nos alejan de una serie de recursos que en otros momentos fueron compartidos. La desigualdad crece a pasos agigantados mientras que los nuevos cercamientos proliferan más allá del ámbito de los recursos materiales, llegando hasta las necesidades más básicas y los derechos humanos: vivienda, sanidad, cultura o educación. Para legitimar este cercamiento de nuestras vidas, el truco es simple y perverso, generando así la mitología del éxito propia del capitalismo: no hay recursos para todas, pero algunos pueden acceder a ellos, los mejores, los que ganen, los triunfadores, los hombres…
Hoy, en la Europa post 2011, muchas comunidades están utilizando todas las herramientas a su alcance para desafiar al poder establecido, bien desde las instituciones formales hasta la desobediencia civil, desde las redes sociales y el trabajo en red a la construcción de imaginarios autónomos y críticos con el sistema. Esta reestructuración pasa por el reconocimiento social de la vulnerabilidad de nuestros cuerpos para garantizar que la vida que estamos reescribiendo no es una vida desnuda y sin historia, sin cultura, sin política. Por eso ha llegado el momento de reclamar los bienes comunes como una manera de garantizar el cuidado de nuestras ciudades y pueblos para hacernos la más subversiva y política de las preguntas: ¿Quién decide sobre nuestras vidas?»
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